lunes, 25 de junio de 2012

Algunos buenos libros de ciencia ficción.





  Robert Neville es el único superviviente de una guerra bacteriológica que ha asolado el planeta y ha convertido al resto de la humanidad en vampiros. Su vida se ha reducido a asesinar al máximo número posible de estos seres sanguinarios durante el día, y soportar su asedio cada noche. Para ellos, el auténtico monstruo es ese hombre que lucha por subsistir en un nuevo orden establecido.
  Todo un clásico en su género; éste es un perturbador relato sobre la soledad y el aislamiento y una reflexión sobre los binomios como normalidad y anormalidad, bien y mal, que se evidencian como una mera convención derivada del temor y el desconcierto ante lo diferente.
Cine relacionado: películas de 1964, 1971 y 2007.







  Sitúa la acción en un Estado totalitario. El poder es el valor absoluto y único; para conquistarlo no hay nada en el mundo que no deba ser sacrificado y una vez alcanzado, nada queda de importante en la vida a no ser la voluntad de conservarlo a cualquier precio. Todo está controlado por la sombría y omnipresente figura del Gran Hermano, el jefe que todo lo ve, todo lo escucha y todo lo dispone.









  Bradbury nos relata la conquista y colonización de Marte en una serie de fascinantes cuentos. Conmovedor, perturbador, extraño y hermoso son algunos de los adjetivos que se han aplicado a estas historias.
Fue publicado originalmente en el Reino Unido en 1951 bajo del título The Silver Locusts. En la edición definitiva «The Fire Balloons» (Noviembre 2002. Publicada como «In This Sign in Imagination» en abril de 1950) fue eliminada, y «Usher II» fue añadida.
En 1955, con el prólogo de Borges, Francisco Porrúa inaugura su editorial Minotauro con la edición de este clásico, con la traducción de Francisco Abelenda, la única en castellano.








  Fahrenheit 451 nos ofrece la novela de un extraño y horroroso futuro. Montag, el protagonista, pertenece a una extraña brigada de bomberos cuya misión, paradójicamente, no es la de sofocar incendios, sino la de provocarlos para quemar libros. Porque en el país en que vive Montag está terminantemente prohibido leer. Porque leer obliga a pensar. Y en el país en que vive Montag está prohibido pensar. Porque leer impide ser feliz. Y en el país en que vive Montag hay que ser feliz a la fuerza.
  Como 1984, de George Orwell, como Un mundo feliz, de Aldous Huxley, Fahrenheit 451 describe una civilización occidental esclavizada por los medios, los tranquilizantes y el conformismo.
La visión de Bradbury es asombrosamente profética: pantallas de televisión que ocupan paredes y exhiben folletines interactivos; avenidas donde los coches corren a 150 kilómetros por hora persiguiendo a peatones; una población que no escucha otra cosa que una insípida corriente de música y noticias transmitidas por unos diminutos auriculares insertados en las orejas.
Película relacionada: Fahernheit 45,  de François Truffau.









«Con El fin de la infancia —escribió Basil Davenport— Arthur C. Clarke se une al pequeño grupo formado por Olaf Stapledon, C. S. Lewis y quizá H. G. Wells, que ha usado la ciencia ficción como vehículo de ideas filosóficas. Dicho esto, es necesario añadir que El fin de la infancia es un libro tan ameno, desde el punto de vista de la narrativa pura, como cualquier otra novela común contemporánea».
El fin de la infancia —obra que según William Du Bois merece la total atención de los habitantes de «esta época de ansiedad»— tiene como tema la futura evolución del hombre. Una raza extraña llega a la Tierra y trae consigo paz, prosperidad... y la inesperada tragedia de la perfección. ¿Qué seguirá a la extinción de la raza humana? Arthur C. Clarke, en un final de notable belleza, plantea la más alucinante de las hipótesis.








  El futuro. En un universo paralelo, con leyes físicas ligeramente distintas a las nuestras, sus habitantes descubren la forma de intercambiar materia con nosotros. Materia que, una vez en el universo de destino, y merced a las diferencias físicas entre ambos, comienza a desprender energía de forma espontánea. Una vez consumida la capacidad energética del material puede volver a ser intercambiado, para recomenzar el ciclo. ¿Qué podríamos hacer con un suministro de energía gratuita e inagotable?
Más allá que cualquier otra historia, esta novela destaca por una impresionante descripción del cosmos, una visión que nos hace aún más insignificantes de lo que podíamos pensar. Con una gran maestría, Asimov nos va sumergiendo en un universo totalmente diferente al que conocemos. Un auténtico derroche de imaginación.







  Las fábulas ideadas por Herbert George Wells (1866-1946), uno de los padres, acaso el más notable, de la ciencia ficción, han demostrado a lo largo del tiempo mantener un vigor y tocar unos resortes del inconsciente humano que a menudo las han elevado a iconos del mundo moderno. La guerra de los mundos (1898), relato trepidante que narra la invasión de la Tierra por los marcianos y que supuso por primera vez la irrupción de seres de otros planetas en el nuestro, marcó en buena medida la fantasía del siglo xx y abrió un filón -el del contacto de los hombres con seres extraterrestres- que no tardó en convertirse en uno de los más importantes de la ciencia ficción, sirviendo de inspiración a numerosos artistas posteriores en los ámbitos de la radio, el cine, la literatura, el cómic y la televisión.






  La primera expedición colonizadora a Marte formada por cuatro matrimonios resulta un fracaso pues todos fallecen al poco de llegar. Dieciocho años más tarde, una nueva expedición descubre que hay un descendiente, Michael Smith. Cuando es traído a la Tierra todo serán problemas para un joven que se siente completamente ajeno a ese extraño mundo.
Hay dos versiones de esta novela: la publicada en vida del autor, y la que publicó su viuda a partir del manuscrito original.







  Una noche de amargura y desengaño, un hombre contempla el firmamento desde lo alto de una colina. De pronto se ve inmerso en una suerte de viaje astral que lo traslada por toda la galaxia, de la que explorará el nacimiento y el ocaso, con la meta última de comprender la naturaleza de la fuerza primigenia, el enigmático «hacedor de estrellas».
Stapledon abre un gran angular cuyo protagonista es la inmensidad del tiempo y del espacio, invitándonos a una auténtica aventura existencial. Entre la cosmogonía y la fábula científica, ésta es, en palabras de Borges, una «novela prodigiosa» que ha merecido un lugar privilegiado entre los clásicos de la ciencia ficción.




   Un sobrecogedor viaje interestelar en busca de la evidencia de que el ser humano no está solo en el cosmos. Una expedición a los confines del universo y a los del alma, en la que pasado, presente y futuro se amalgaman en un continuo enigmático. ¿Qué esencia última nos rige? ¿Qué lugar ocupa el hombre en el complejo entramado del infinito? ¿Qué es el tiempo, la vida, la muerte..? Una grandiosa novela de dimensiones épicas cuyo amplio abanico de interpretaciones ofrece una visión totalizadora. Arthur C.Clarke colaboró estrechamente con Stanley kubrick en la producción de la célebre película homónima.







  Un mundo feliz es un clásico de la literatura del siglo XX. Con ironía mordiente, el genial autor plasma una sombría metáfora sobre el futuro, muchas de cuyas previsiones se han materializado, acelerada e inquietantemente, en los últimos años.
La novela describe un mundo en el que finalmente se han cumplido los perores vaticinios: triunfan los dioses del consumo y la comodidad, y el orbe se organiza en diez zonas en apariencia seguras y estables. Sin embargo, este mundo ha sacrificado valores humanos esenciales, y sus habitantes son procreados in vitro a imagen y semejanza de una cadena de montaje...







   Shevek, un físico brillante, originario de Antares, un planeta aislado y «anarquista», decide emprender un insólito viaje al planeta madre Urras, en el que impera un extraño sistema llamado «propietariado», Shevek cree por encima de todo que los muros del odio, la desconfianza y las ideologías, que separan su planeta del resto del universo civilizado, deben ser derribados. En este contexto la autora explora algunos de los problemas de nuestro tiempo: la posición de la mujer en la estructura social, la complejidad de las relaciones humanas, los méritos y las promesas de la ideologías, las perspectivas del idealismo político en el mundo actual.






   A través del diario de un disminuido psíquico que es seleccionado para un experimento que permite triplicar la inteligencia, asistimos primero a cómo su inteligencia le descubre la amarga realidad y le separa de aquellos que creía sus amigos. El nombre alude al ratón Algernon, con el que Charlie compite recorriendo un laberinto.
Fue publicado por primera vez en abril de 1959 en The Magazine of Fantasy & Science Fiction como novela corta y recibió el premio Hugo en 1959. Por su ampliación a novela en 1966 recibió el premio Nebula.








   Arrakis: un planeta desértico donde el agua es el bien más preciado, donde llorar a los muertos es el símbolo de la máxima prodigalidad. Paul Atreides: un adolescente marcado por un destino singular, dotado de extraños poderes, abocado a convertirse en dictador, mesías y mártir. Los Harkonnen: personificación de las intrigas que rodean el Imperio Galáctico, buscan obtener el control sobre Arrakis para disponer de la melange, preciosa especie geriátrica y uno de los bienes más codiciados del universo. Los Fremen: seres libres que han convertido el inhóspito paraje de Dune en su hogar, y que se sienten orgullosos de su pasado y temerosos de su futuro. Dune: una obra maestra unánimamente reconocida como la mejor saga de ciencia ficción de todos los tiempos.


jueves, 21 de junio de 2012

Los niños y la gramática.







   Los niños y las niñas repiten lo que escuchan, eso sí, filtrado por su sistema lingüístico, que todavía no ha madurado. Por ejemplo, a un niño al que se le diga “Vamos a ir al parque”, puede repetir “parque” o “ir parque”. La omisión de la estructura de la frase implica que no es una simple imitación lo que el niño está haciendo. Además, interpreta el lenguaje a su propia manera.
 
   Otro dato a tener en cuenta es que las correcciones de los errores por parte de los adultos se producen pocas veces respecto al total de los mismos. Nadie corrige al niño de forma constante cada vez que se equivoca.

  Pero si el niño no imita sino que filtra y es corregido poco, ¿cómo se las arregla para aprender gramática?

  Algunos investigadores (maestros, pedagogos, psicólogos...) piensan que el ser humano está genéticamente preparado para aprender a hablar, igual que un pájaro para volar o un pez para nadar. Si esto es así, además, debe producirse en un etapa limitada de la vida. Sabemos que si un niño no ha aprendido a hablar en edades tempranas (principalmente por aislamiento de otros seres humanos), no consigue hacerlo,  o lo hace con un dominio menor. 
Hay que tener en cuenta que la capacidad para aprender otras lenguas disminuye cuando pasa una cierta edad.

  Dotados de manera genética o no para aprender a hablar, hay que aprender gramática y vocabulario, lo que requiere estar expuesto suficientemente al lenguaje. Es importante que los profesores y padres hablen con los niños formulando frases que les sirvan de modelo. Y también dejar que se expresen, sin interrumpir, algo que no se hace frecuentemente cuando el pequeño tartamudea o se atranca en una palabra, y sin corregirle o corregirle poco.
Los niños y niñas deben hacer sus propios experimentos lingüísticos. Esto es vital.

Tomado de En tribu.

miércoles, 6 de junio de 2012

Matrix, Descartes y el cerebro en la cubeta.

 
Si uno no sabe si está en el mundo real o en una simulación computarizada, uno no puede estar seguro sobre si sus creencias acerca del mundo son verdaderas. Y lo que era aún más aterrador para Descartes: en esta clase de situación, parece que la habilidad para razonar no es más segura que lo obtenido por los sentidos; el genio maligno (o un científico malvado ) podría estar haciendo que los razonamientos fueran tan erróneos como sus percepciones.
  Como se puede intuir, no hay una salida fácil para este problema filosófico (o, al menos, no hay una salida filosófica fácil). Varios pensadores han propuesto una inquietante variedad de “soluciones” para este problema, pero, como sucede con muchos problemas filosóficos, no existe nada cercano a un acuerdo unánime sobre cómo debe resolverse esta cuestión.
La respuesta de Descartes para este escepticismo del genio maligno fue, en primer lugar, argumentar que uno no puede genuinamente poner en duda su propia existencia; señaló que todo pensar presupone una persona que piensa: aun al dudar, uno se da cuenta de que debe al menos haber un yo que esta dudando (de ahí la famosa frase de Descartes: “pienso, luego existo”).
Descartes, después, continúa afirmando que, además de nuestra idea innata de yo, cada uno tiene una idea de Dios como un ser todopoderoso, bueno e infinito, y que esta idea sólo pudo haber venido de Dios mismo. Puesto que esto muestra que ese Dios bueno sí existe, podemos tener una total confianza en que Dios no permitiría que fuéramos tan drásticamente engañados acerca de la naturaleza de nuestras percepciones y  de nuestra relación con el mundo. Mientras que el argumento cartesiano sobre la existencia del yo ha sido muy influyente y continúa siendo tema de discusión, en cambio, muy pocos filósofos han aceptado la particular solución teísta de Descartes para el escepticismo sobre el mundo exterior.
Uno de los más interesantes desafíos contemporáneos a esta clase de situación escéptica ha venido del filósofo Hilary Putnam. Su argumento no consiste en defender la certeza de nuestro conocimiento, sino en cuestionar la coherencia de la hipótesis del “cerebro en la cubeta” dados ciertos presupuestos plausibles acerca de cómo nuestro lenguaje se refiere a los objetos en el mundo. Este filósofo nos pide que consideremos una variación de la historia común del “cerebro en la cubeta” que se parece misteriosamente a la situación descrita en el conocido film  “The Matrix”. 
 
Putnam dice: “En lugar de tener sólo un cerebro en la cubeta, podemos imaginar que todos los seres humanos, o todos los seres con sensaciones, son cerebros en la cubeta (o sistemas nerviosos en la cubeta en el caso en el que seres con sólo sistemas nerviosos cuenten como seres con sensaciones). ¿Por supuesto, el científico malvado tendría que estar fuera o no? Tal vez no haya ningún científico maligno, tal vez, aunque parezca absurdo, el universo sea una gigantesca maquinaria automática que atiende una cubeta llena de cerebros y de sistemas nerviosos. Ahora supongamos que esta maquinaria automática esta programada para darnos a todos una alucinación colectiva en lugar de un cierto número de alucinaciones aisladas. Así, cuando parece que te hablo a ti, es a ti a quien le parece estar oyendo mis palabras... Ahora quiero hacer una pregunta que parecerá muy tonta y obvia (al menos para algunas personas, incluyendo algunos filósofos muy sofisticados), pero que nos llevará a verdaderas profundidades filosóficas con cierta rapidez. Supongamos que toda esta historia fuera realmente verdadera, ¿podríamos, si fuéramos cerebros en la cubeta de este modo, decir o pensar que lo somos?” .

 
La asombrosa respuesta de Putnam es que no podemos pensar coherentemente que somos cerebros en la cubeta, y así el escepticismo de esta modalidad nunca puede realmente desarrollarse, ya  que es difícil hacer justicia al ingenioso argumento de Putnam: "No todo lo que pasa por nuestra cabeza es un pensamiento genuino, y mucho menos todo lo que decimos es una emisión significativa. Algunas veces nos confundimos o pensamos incoherentemente; a veces decimos cosas que no tienen sentido. Pero claro que no siempre nos damos cuenta en ese momento de que estamos siendo incoherentes – a veces creemos que estamos diciendo (o pensando) algo con sentido. Al estar drogado con óxido nitroso el filósofo William James se convencía de que tenía pensamientos profundos sobre la naturaleza de la realidad. Luego, estando sobrio, revisaba el cuaderno en el cual había anotado los pensamientos producidos por las drogas, y veía solamente  sinsentidos."
Al igual que yo puedo decir una oración que no tiene sentido, puedo usar un nombre o un término general que no tiene sentido, puesto que falla para relacionarse con algo en el mundo. Los filósofos se refieren a estos términos como “sin referencia” a un objeto. Para hacer referencias de forma exitosa, cuando usamos el lenguaje, debe existir una relación adecuada entre el hablante y el objeto al que se refiere. Si un perro al jugar sobre la arena logra escribir el nombre “Ed” con una rama, pocos estarán dispuestos a decir que el perro realmente quería referirse a alguien llamado Ed. Es presumible que el perro no conozca a nadie llamado Ed, y aun si así fuera, no sería capaz de pretender escribir el nombre de Ed en la arena.
 Las palabras no se refieren  de modo intrínseco (“ por arte de magia”) a objetos, deben cumplirse ciertas condiciones en el mundo para que nosotros reconozcamos que una cierta palabra escrita o hablada tiene algún significado o que se refiere a alguna cosa.
Putnam afirma que una condición que es crucial para realizar referencias con éxito es que exista una conexión causal apropiada entre el objeto referido y el hablante. Especificar aquí qué debe contar como “apropiado” es una tarea muy difícil, pero podemos hacernos una idea de la clase de cosa requerida para considerar casos en los cuales la referencia falla debido a una conexión inapropiada. Si alguien que nunca ha sabido nada de la película “The Matrix” logra hacer el sonido “Neo” mientras estornuda, muy pocas personas estarían inclinadas a pensar que esta persona realmente se ha referido al personaje Neo. No existe la clase de conexión causal entre el hablante y el objeto referido (en este ejemplo, Neo). Para que la referencia sea exitosa, no puede solamente ser accidental que el nombre sea pronunciado (otra forma de pensarlo: quien estornuda tuvo que haber emitido el sonido "Neo" aun si la película The Matrix nunca hubiera sido hecha.)
La dificultad, según Putnam, para suponer coherentemente que la hipótesis del cerebro en la cubeta sea verdadera es que los cerebros criados en un entorno como ése no podrían referirse con éxito a cerebros genuinos o a cubetas o a nada en el mundo real. Consideremos el ejemplo de alguien que ha vivido toda su vida en “la matriz”; cuando esta persona habla de “gallinas” no puede referirse a las gallinas reales. En el mejor de los casos, podría referirse a representaciones computarizadas de las gallinas que han sido enviadas a su cerebro. De modo similar cuando esta persona habla de humanos atrapados en cápsulas y alimentados de datos por "la matriz", no puede referirse con éxito a humanos o a cápsulas reales – no puede referirse a cuerpos humanos físicos en el mundo real porque no tiene la conexión causal apropiada con esos objetos–.  Entonces, si alguien pronunciara la frase “soy sólo un cuerpo atrapado en algún lado al que un computador le introduce información sensorial”, esa frase sería por sí misma necesariamente falsa. Si la persona no está, de hecho, atrapada en la matriz, entonces la frase es abiertamente falsa. Si la persona está atrapada en la matriz, entonces no puede referirse con éxito a cuerpos humanos reales al pronunciar “cuerpo humano”, y así parece que su declaración debe también ser falsa.
Esta persona parece doblemente atrapada, incapaz de saber que está en la matriz e incapaz de expresar con éxito la idea de que puede estar atrapada en la matriz (¿podría ser ésta la razón por la cual en un punto del film Morpheus le dice a Neo  que “no se le puede decir a nadie lo que es la matriz”?)
El argumento de Putnam es controvertido, pero es digno de ser tenido en cuenta, porque muestra que la clase de situación que describe “The Matrix” despierta dudas, no solamente acerca de las cuestiones filosóficas esperadas sobre el conocimiento y el escepticismo, sino también acerca de cuestiones concernientes al significado, el lenguaje y la relación entre la mente y el mundo.

 
Hilary Putnam, filósofo.   
Universidad de Princeton, Universidad de Harvard, Universidad Jorge Tadeo Lozano.