sábado, 29 de octubre de 2011

"Graduado": juego educativo para colegios, institutos y escuelas de adultos.



GRADUADO




El juego didáctico y educativo Graduado, en el que he participado realizando la versión de Educación Primaria junto con otros profesores, es un interesante modo de aprender divirtiéndose. Indicado para alumnos de 3º, 4º, 5º y 6º de Primaria y 1º, 2º, 3º y 4º de la E.S.O. También está diseñado para ser utilizado en la Educación de Adultos.


Enlaces.

Profesores que han intervenido en la realización del juego:
http://www.graduadojuegodemesa.com/agradecimientos.php

Presentación del juego:
http://www.graduadojuegodemesa.com/index.php

viernes, 28 de octubre de 2011

Interesante artículo de Begoña Arrieta Nájera.


Begoña Arrieta Nájera es Doctora en Sociología y educadora en Igualdad de Oportunidades.

A favor de la educación mixta.

 Espectáculos para niños en Madrid


"Seguimos transmitiendo modelos de discriminación a través de nuestras actitudes y valores hacia las mujeres en general ¿No es más importante que la adquisición de conocimientos, que está muy bien y hay que mejorar, «la educación integral para la vida en común»?
De nuevo está en discusión la conveniencia o no de impartir la enseñanza en nuestros colegios de forma separada, es decir, las niñas por un lado y los niños por otro.
Mi postura a favor de la educación mixta parte de que las personas al nacer nos diferenciamos por nuestro sexo, y a partir de ahí a ese hombre o mujer se les atribuye el género masculino y femenino, con expectativas, roles y demandas diferenciadas y también diferentes en función del entorno social concreto en que viven. Creo que hasta aquí todas y todos solemos estar de acuerdo.
La discusión empieza cuando nos damos cuenta de que esa «socialización» que ejercemos las personas adultas sobre las criaturas desde que nacen genera desigualdad y discriminación entre hombres y mujeres para su posterior convivencia en igualdad.
Para superar esta discriminación se decidió implantar en su día la «coeducación» en nuestros colegios, con el objetivo de «educar en igualdad de derechos y oportunidades a niños y niñas, sin que las diferencias sexuales o de género supongan subordinación o exclusión».
Esta «coeducación», en mi opinión, implica que las actitudes y valores tradicionalmente considerados como masculinos y femeninos puedan ser aceptados y asumidos por personas de cualquier sexo. Es decir, trata de terminar con los estereotipos en los que los hombres deben desarrollar una serie de roles y las mujeres otros, por el hecho de pertenecer a un género u otro.
Pero se observa que, lamentablemente, en los colegios en general, la implantación de la «coeducación» así entendida encuentra muchas resistencias por múltiples razones, falta de preparación del profesorado, de materiales adecuados, o por falta de identificación con el objetivo de la misma.
Por lo que seguimos transmitiendo modelos de discriminación a través de nuestras actitudes y valores hacia las mujeres en general, que en la vida real se manifiestan en la falta de implicación de los hombres en la conciliación familiar, en las dificultades que siguen teniendo muchas mujeres para ser promocionadas en sus respectivos trabajos, en la percepción de salarios inferiores por igual trabajo y, lo que es mucho peor, en la violencia de género que miles de mujeres padecen cada día.
Por todo ello deseo hacer hincapié en que, en mi opinión, es mejor que niños y niñas aprendan a convivir en común desde la infancia, porque el camino que han de recorrer a lo largo de toda su vida: adolescencia, trabajo, vida en pareja o a nivel individual, siempre estarán rodeados de otras personas, porque somos seres sociales y no vivimos aislados ni unos ni otras.
Creo que es fundamental que se trabajen en Primaria y Secundaria las «habilidades sociales», para que aprendan a resolver los conflictos a través de la comunicación y negociación para llegar al consenso con las otras personas, sin imposiciones de poder, y para ello es necesaria la interacción entre ambas partes. Que aprendan a respetarse como iguales y que interioricen el desarrollo del «buen trato» entre ellos y ellas, con la esperanza de que este trabajo favorezca la erradicación de la violencia de género que padecemos en la actualidad.
¿No merecería la pena que nos cuestionáramos todos y todas, incluidas las instituciones, por supuesto, que la gran preocupación que tenemos por la adquisición de conocimientos está muy bien y hay que seguir trabajando por mejorarla, pero que es más importante, y no podemos olvidarla, «la educación integral para la vida en común»?
Como dice el sociólogo Ulrich Beck, «en la sociedad del riesgo (se refiere a la actual) todo es negociable». Ya no aceptamos la imposición de una persona sobre la otra, y la actitud e interiorización del «buen trato» entre las personas necesita aprendizaje en la familia, en el colegio, en el trabajo, en la política, en los medios de comunicación, es decir, se debe potenciar a través de todos los agentes de socialización.
Por todo lo expuesto estoy a favor de la educación mixta, pues considero que es la opción que mejor puede llegar a obtener resultados favorables para conseguir la igualdad real de las personas a través de la educación integral."

miércoles, 26 de octubre de 2011

Película para las aulas: La lengua de las mariposas.



España, 1999. 95 min. Color.
Director: José Luis Cuerda.
Guión: Rafael Azcona, José Luis Cuerda, Manuel Rivas.
Fotografía: Javier G. Salmones.
Música: Alejandro Amenábar.
Intérpretes:
Fernando Fernán Gómez (Don Gregorio); Manuel Lozano (Moncho); Uxía Blanco (Rosa); Gonzalo Uriarte (Ramón); Alexis de los Santos (Andrés); Jesús Castejón (D. Avelino); Guillermo Toledo (O’lis); Elena Fernández (Carmiña); Tamar Novas (Roque); Tatán (Roque Padre);  Celso Parada (Macías); Tucho Lagares (Alcalde).



En este interesante film se tratan temas como la escuela, la amistad, la docencia, la niñez..., aunque también se reflejan algunas miserias del ser humano, todo con un claro trasfondo: la Segunda República española.
En la película se plantea la relación entre un adulto y un niño: un viejo maestro y uno de sus alumnos, Don Gregorio y Moncho. El maestro se esfuerza por enseñarle con dedicación y paciencia conocimientos de naturaleza, literatura... , pero poco a poco se van distanciando en cuanto a su estrecha relación, pues el contexto que les envuelve hará que maestro y alumno se conviertan casi en unos desconocidos.
La película explora muy bien la incipiente represión franquista contra los maestros de la Segunda República. Todo lo que supusiera conocimiento, inteligencia y libertad era peligroso para la dictadura  que estaba a punto de instaurarse.



El análisis de este film es necesario para profesores (primaria o secundaria), ya que plantean la iniciación en la cultura, y la dificultad en la transmisión de los mensajes que tienen que ver con los valores.

Pequeñas propuestas didácticas:

-La dificultad de la enseñanza.
-La educación en valores.
-La honestidad del maestro.
-El influjo del ambiente en la educación.
-La responsabilidad del profesor de primaria o secundaria en el entorno social y laboral.
-La orientación en la vida como misión o tarea del docente.

La lengua de las mariposas está basada en un cuento del escritor gallego Manuel Rivas. Aquí va el cuento completo:



«¿Qué hay , Gorrión? Espero que este año podamos ver por fin la lengua de las mariposas».
El maestro aguardaba desde hacía tiempo que le enviaran un microscopio a los de la instrucción pública. Tanto nos hablaba de cómo se agrandaban las cosas menudas e invisibles por aquel aparato que los niños llegábamos a verlas de verdad, como si sus palabras entusiastas tuvieran un efecto de poderosas lentes.
«La lengua de la mariposa es una trompa enroscada como un resorte de reloj. Si hay una flor que la atrae, la desenrolla y la mete en el cáliz para chupar. Cando lleváis el dedo humedecido a un tarro de azúcar ¿a que sienten ya el dulce en la boca como si la yema fuera la punta de la lengua? Pues así es la lengua de la mariposa». Y entonces todos teníamos envidia de las mariposas. Que maravilla. Ir por el mundo volando, con esos trajes de fiesta, y parar en flores como tabernas con barriles llenos de jarabe.
Yo quería mucho a aquel maestro. Al principio, mis padres no podían creerlo. Quiero decir que no podían entender como yo quería a mi maestro. Cuando era un «picarito», la escuela era una amenaza terrible. Una palabra que cimbraba en el aire como una vara de mimbre.
«¡Ya verás cuando vayas a la escuela!»
Dos de mis tíos, como muchos otros mozos, emigraron a América por no ir de quintos a la guerra de Marruecos. Pues bien, yo también soñaba con ir a América sólo por no ir a la escuela. De hecho, había historias de niños que huían al monte para evitar aquel suplicio. Aparecían a los dos o tres días, ateridos y sin habla, como desertores de la batalla del Barranco del Lobo. Yo iba para seis años y me llamaban todos Gorrión. Otros niños de mi edad ya trabajaban. Pero mi padre era sastre y no tenía tierras ni ganado.
Prefería verme lejos y no enredando en el pequeño taller de costura. Así pasaba gran parte del día correteando por la Alameda, y fue Cordeiro, el recolector de basura y hojas secas, el que me puso el apodo. «Pareces un gorrión».
Creo que nunca corrí tanto como aquel verano anterior al ingreso en la escuela. Corría como un loco y a veces sobrepasaba el límite de la Alameda y seguía lejos, con la mirada puesta en la cima del monte Sinaí, con la ilusión de que algún día me saldrían alas y podría llegar a Buenos Aires. Pero jamás sobrepasé aquella montaña mágica.
«¡Ya verás cuando vayas a la escuela!»
Mi padre contaba como un tormento, como si le arrancara las amígdalas con la mano, la manera en que el maestro les arrancaba la jeada del habla para que no dijeran ajua ni jato ni jracias. «Todas las mañanas teníamos que decir la frase 'Los pájaros de Guadalajara tienen la garganta llena de trigo'. ¡Muchos palos llevábamos por culpa de Juadalagara!» Si de verdad quería meterme miedo, lo consiguió. La noche de la víspera no dormí. Encogido en la cama, escuchaba el reloj de la pared en la sala con la angustia de un condenado. El día llegó con una claridad de mandil de carnicero. No mentiría si les dijera a mis padres que estaba enfermo.
El miedo, como un ratón, me roía por dentro.
Y me meé. No me meé en la cama sino en la escuela.
Lo recuerdo muy bien. Pasaron tantos años y todavía siento una humedad cálida y vergonzosa escurriendo por las piernas. Estaba sentado en el último pupitre, medio escondido con la esperanza de que nadie se percatara de mi existencia, hasta poder salir y echar a volar por la Alameda.
«A ver, usted, ¡póngase de pie!»
El destino siempre avisa. Levanté los ojos y vi con espanto que la orden iba para mi. Aquel maestro feo como un bicho me señalaba con la regla. Era pequeña, de madera, pero a mi me pareció la lanza de Abd el-Krim.
«¿Cuál es su nombre?»
«Gorrión»
Todos los niños rieron a carcajadas. Sentí como si me batieran con latas en las orejas.
«¿Gorrión?»
No recordaba nada. Ni mi nombre. Todo lo que yo había sido hasta entonces había desaparecido de mi cabeza. Mis padres eran dos figuras borrosas que se desvanecían en la memoria. Miré cara al ventanal, buscando con angustia los árboles de la alameda.
Y fue entonces cuando me meé.
Cuando se dieron cuenta los otros rapaces, las carcajadas aumentaron y resonaban como trallazos.
Huí. Eché a correr como un loquito con alas. Corría, corría como solo se corre en sueños y viene tras de uno el Sacaúnto. Yo estaba convencido de que eso era lo que hacía el maestro. Venir tras de mi. Podía sentir su aliento en el cuello y el de todos los niños, como jauría de perros a la caza de un zorro. Pero cuando llegué a la altura del palco de la música y miré cara atrás, vi que nadie me había seguido, que estaba solo con mi miedo, empapado de sudor y de meos. El palco estaba vacío. Nadie parecía reparar en mi, pero yo tenía la sensación de que toda la villa estaba disimulando, que docenas de ojos censuradores acechaban en las ventanas, y que las lenguas murmuradoras no tardarían en llevarle la noticia a mis padres. Las piernas decidieron por mí. Caminaron hacia el Sinaí con una determinación desconocida hasta entonces. Esta vez llegaría hasta A Coruña y embarcaría de polisón en uno de esos navíos que llevan a Buenos Aires.
Desde la cima del Sinaí no se veía el mar sino otro monte más grande todavía, con peñascos recortados como torres de una fortaleza inaccesible. Ahora recuerdo con una mezcla de asombro y nostalgia lo que tuve que hacer aquel día. Yo sólo, en la cima, sentado en silla de piedra, bajo las estrellas, mientras en el valle se movían como luciérnagas los que con candil andaban en mi búsqueda. Mi nombre cruzaba la noche cabalgando sobre los aullidos de los perros. No estaba sorprendido. Era como si atravesara la línea del miedo. Por eso no lloré ni me resistí cuando llegó donde mi la sombra regia de Cordeiro. Me envolvió con su chaquetón y me abrazó en su pecho. «Tranquilo Gorrión, ya pasó todo».
Dormí como un santo aquella noche, pegadito a mamá. Nadie me reprendió. Mi padre se había quedado en la cocina, fumando en silencio, con los codos sobre el mantel de hule, las colillas amontonadas en el cenicero de concha de vieira, tal como pasara cuando había muerto la abuela.
Tenía la sensación de que mi madre no me había soltado de la mano en toda la noche.
Así me llevó, agarrado como quien lleva un serón en mi vuelta a la escuela. Y en esta ocasión, con corazón sereno, pude fijarme por vez primera en el maestro. Tenía la cara de un sapo.
El sapo sonreía. Me pellizcó la mejilla con cariño. «¡Me gusta ese nombre, Gorrión!». Y aquel pellizco me hirió como un dulce de café. Pero lo más increíble fue cuando, en el medio de un silencio absoluto, me llevó de la mano cara a su mesa y me sentó en su silla. Y permaneció de pie, agarró un libro y dijo:
«Tenemos un nuevo compañero. Es una alegría para todos y vamos a recibirlo con un aplauso». Pensé que me iba a mear de nuevo por los pantalones, pero sólo noté una humedad en los ojos. «Bien, y ahora, vamos a comenzar con un poema. ¿A quien le toca? ¿Romualdo? Ven, Romualdo, acércate. Ya sabes, despacito y en voz bien alta».
A Romualdo los pantalones cortos le quedaban ridículos. Tenía las piernas muy largas y oscuras, con las rodillas llenas de heridas.
«Una tarde parda y fría...»
«Un momento, Romualdo, ¿qué es lo que vas a leer?»
«Una poesía, señor».
«¿Y como se titula?»
«Recuerdo infantil. Su autor es don Antonio Machado»
«Muy bien, Romualdo, adelante. Despacito y en voz alta. Repara en la puntuación»
El llamado Romualdo, a quien yo conocía de acarrear sacos de piñas como niño que era de Altamira, carraspeó como un viejo fumador de picadura y leyó con una voz increíble, espléndida, que parecía salida de la radio de Manolo Suárez, el indiano de Montevideo.
«Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.
Es la clase. En un cartel
se representa a Caín
fugitivo, y muerto Abel,
junto a una marcha carmín...
«Muy bien. ¿Qué significa monotonía de lluvia, Romualdo?», preguntó el maestro.
«Que llueve después de llover, don Gregorio».
«¿Rezaste?», preguntó mamá, mientras pasaba la plancha por la ropa que papá cosiera durante el día. En la cocina, la olla de la cena despedía un aroma amargo de nabiza.
«Pues si», dije yo no muy seguro. «Una cosa que hablaba de Caín y Abel».
«Eso está bien», dijo mamá. «No se por que dicen que ese nuevo maestro es un ateo».
«¿Qué es un ateo?»
«Alguien que dice que Dios no existe». Mamá hizo un gesto de desagrado y pasó la plancha con energía por las arrugas de un pantalón.
«¿Papá es un ateo?»
Mamá posó la plancha y me miró fijo.
«¿Cómo va a ser papá un ateo? ¿Cómo se te ocurre preguntar esa pavada?»
Yo había escuchado muchas veces a mi padre blasfemar contra Dios. Lo hacían todos los hombres. Cuando algo iba mal, escupían en el suelo y decían esa cosa tremenda contra Dios.
Decían dos cosas: Cajo en Dios, cajo en el Demonio. Me parecía que sólo las mujeres creían de verdad en Dios.
«¿Y el Demonio? ¿Existe el Demonio?»
«¡Por supuesto!»
El hervor hacía bailar la tapa de la olla. De aquella boca mutante salían vaharadas de vapor e gargajos de espuma y berza. Una abeja revoloteaba en el techo alrededor de la lámpara eléctrica que colgaba de un cable trenzado. Mamá estaba enfurruñada como cada vez que tenía que planchar. Su cara se tensaba cuando marcaba la raya de las perneras. Pero ahora hablaba en un tono suave y algo triste, como si se refiriera a un desvalido.
«El Demonio era un ángel, pero se hizo malo».
La abeja batió contra la lámpara, que osciló ligeramente y desordenó las sombras.
«El maestro dijo hoy que las mariposas también tienen lengua, una lengua finita y muy larga, que llevan enrollada como el resorte de un reloj. Nos la va a enseñar con un aparato que le tienen que mandar de Madrid. ¿A que parece mentira eso de que las mariposas tengan lengua?»
«Si él lo dice, es cierto. Hay muchas cosas que parecen mentira y son verdad. ¿Te gusta la escuela?»
«Mucho. Y no pega. El maestro no pega»
No, el maestro don Gregorio no pegaba. Por lo contrario, casi siempre sonreía con su cara de sapo. Cuando dos peleaban en el recreo, los llamaba, «parecen carneros» y hacía que se dieran la mano.
Luego, los sentaba en el mismo pupitre. Así fue como hice mi mejor amigo, Dombodán, grande, bondadoso y torpe. Había otro rapaz, Eladio, que tenía un lunar en la mejilla, en el que golpearía con gusto, pero nunca lo hice por miedo a que el maestro me mandara darle la mano y que me cambiara junto a Dombodán. El modo que tenía don Gregorio de mostrar un gran enfado era el silencio.
«Si ustedes no se callan, tendré que callar yo».
Y iba cara al ventanal, con la mirada ausente, perdida en el Sinaí. Era un silencio prolongado, desasosegante, como si nos dejara abandonados en un extraño país.
Sentí pronto que el silencio del maestro era el peor castigo imaginable. Porque todo lo que tocaba era un cuento atrapante. El cuento podía comenzar con una hoja de papel, después de pasar por el Amazonas y el sístole y diástole del corazón. Todo se enhebraba, todo tenía sentido. La hierba, la oveja, la lana, mi frío. Cuando el maestro se dirigía al mapamundi, nos quedábamos atentos como si se iluminara la pantalla del cine Rex. Sentíamos el miedo de los indios cuando escucharon por vez primera el relincho de los caballos y el estampido del arcabuz. Íbamos a lomo de los elefantes de Aníbal de Cartago por las nieves de los Alpes, camino de Roma. Luchamos con palos y piedras en Ponte Sampaio contra las tropas de Napoleón. Pero no todo eran guerras.
Hacíamos hoces y rejas de arado en las herrerías del Incio. Escribimos cancioneros de amor en Provenza y en el mar de Vigo. Construimos el Pórtico da Gloria. Plantamos las patatas que vinieron de América. Y a América emigramos cuando vino la peste de la patata.
«Las patatas vinieron de América», le dije a mi madre en el almuerzo, cuando dejó el plato delante mío.
«¡Que iban a venir de América! Siempre hubo patatas», sentenció ella.
«No. Antes se comían castañas. Y también vino de América el maíz». Era la primera vez que tenía clara la sensación de que, gracias al maestro, sabía cosas importantes de nuestro mundo que ellos, los padres, desconocían.
Pero los momentos más fascinantes de la escuela eran cuando el maestro hablaba de los bichos. Las arañas de agua inventaban el submarino. Las hormigas cuidaban de un ganado que daba leche con azúcar y cultivaban hongos. Había un pájaro en Australia que pintaba de colores su nido con una especie de óleo que fabricaba con pigmentos vegetales. Nunca me olvidaré. Se llamaba tilonorrinco. El macho ponía una orquídea en el nuevo nido para atraer a la hembra.
Tal era mi interés que me convertí en el suministrador de bichos de don Gregorio y él me acogió como el mejor discípulo. Había sábados y feriados que pasaba por mi casa y íbamos juntos de excursión. Recorríamos las orillas del río, las gándaras, el bosque, y subíamos al monte Sinaí. Cada viaje de esos era para mí como una ruta del descubrimiento. Volvíamos siempre con un tesoro. Una mantis. Una libélula. Un escornabois. Y una mariposa distinta cada vez, aunque yo solo recuerde el nombre de una es la que el maestro llamó Iris, y que brillaba hermosísima posada en el barro o en el estiércol.
De regreso, cantábamos por las corredoiras como dos viejos compañeros. Los lunes, en la escuela, el maestro decía: «Y ahora vamos a hablar de los bichos de Gorrión».
Para mis padres, esas atenciones del maestro eran una honra. Aquellos días de excursión, mi madre preparaba la merienda para los dos. «No hacía falta, señora, yo ya voy comido», insistía don Gregorio. Pero a la vuelta, decía: «Gracias, señora, exquisita la merienda».
«Estoy segura de que pasa necesidades», decía mi madre por la noche.
«Los maestros no ganan lo que tienen que ganar», sentenciaba, con sentida solemnidad, mi padre. «Ellos son las luces de la República».
«¡La República, la República! ¡Ya veremos donde va a parar la República!»
Mi padre era republicano. Mi madre, no. Quiero decir que mi madre era de misa diaria y los republicanos aparecían como enemigos de la Iglesia.
Procuraban no discutir cuando yo estaba delante, pero muchas veces los sorprendía.
«¿Qué tienes tu contra Azaña? Esa es cosa del cura, que te anda calentando la cabeza»
«Yo a misa voy a rezar», decía mi madre.
«Tu, si, pero el cura no»
Un día que don Gregorio vino a recogerme para ir a buscar mariposas, mi padre le dijo que, si no tenía inconveniente, le gustaría «tomarle las medidas para un traje».
El maestro miró alrededor con desconcierto.
«Es mi oficio», dijo mi padre con una sonrisa.
«Respeto muchos los oficios», dijo por fin el maestro.
Don Gregorio llevó puesto aquel traje durante un año y lo llevaba también aquel día de julio de 1936 cuando se cruzó conmigo en la alameda, camino del ayuntamiento.
«¿Qué hay, Gorrión? A ver si este año podemos verles por fin la lengua a las mariposas»"
Algo extraño estaba por suceder. Todo el mundo parecía tener prisa, pero no se movía. Los que miraban para la derecha, viraban cara a la izquierda. Cordeiro, el recolector de basura y hojas secas, estaba sentado en un banco, cerca del palco de la música. Yo nunca vi sentado en un banco a Cordeiro. Miró cara para arriba, con la mano de visera. Cuando Cordeiro miraba así y callaban los pájaros era que venía una tormenta.
Sentí el estruendo de una moto solitaria. Era un guarda con una bandera sujeta en el asiento de atrás. Pasó delante del ayuntamiento y miró cara a los hombres que conversaban inquietos en el porche. Gritó: «¡Arriba España!» Y arrancó de nuevo la moto dejando atrás una estela de estallidos.
Las madres comenzaron a llamar por los niños. En la casa, parecía haber muerto otra vez la abuela. Mi padre amontonaba colillas en el cenicero y mi madre lloraba y hacía cosas sin sentido, como abrir el grifo del agua y lavar los platos limpios y guardar los sucios.
Llamaron a la puerta y mis padres miraron el picaporte con desasosiego. Era Amelia, la vecina, que trabajaba en la casa de Suárez, el indiano.
«¿Saben lo que está pasando? En la Coruña los militares declararon el estado de guerra. Están disparando contra el Gobierno Civil»
«¡Santo cielo!», se persignó mi madre.
«Y aquí», continuó Amelia en voz baja, como si las paredes oyeran, «Se dice que el alcalde llamó al capitán de carabineros pero que este mandó decir que estaba enfermo».
Al día siguiente no me dejaron salir a la calle. Yo miraba por la ventana y todos los que pasaban me parecían sombras encogidas, como si de pronto cayera el invierno y el viento arrastrara a los gorriones de la Alameda como hojas secas.
Llegaron tropas de la capital y ocuparon el ayuntamiento. Mamá salió para ir a la misa y volvió pálida y triste, como si se hiciera vieja en media hora.
«Están pasando cosas terribles, Ramón», oí que le decía, entre sollozos, a mi padre. También él había envejecido. Peor todavía. Parecía que había perdido toda voluntad.
Se arrellanó en un sillón y no se movía. No hablaba. No quería comer.
«Hay que quemar las cosas que te comprometan, Ramón. Los periódicos, los libros. Todo»
Fue mi madre la que tomó la iniciativa aquellos días. Una mañana hizo que mi padre se arreglara bien y lo llevó con ella a la misa. Cuando volvieron, me dijo: «Ven, Moncho, vas a venir con nosotros a la alameda».
Me trajo la ropa de fiesta y, mientras me ayudaba a anudar la corbata, me dijo en voz muy grave: «Recuerda esto, Moncho. Papá no era republicano. Papá no era amigo del alcalde. Papá no hablaba mal de los curas. Y otra cosa muy importante, Moncho. Papá no le regaló un traje al maestro».
«Si que lo regaló».
«No, Moncho. No lo regaló. ¿Entendiste bien? ¡No lo regalo!»
Había mucha gente en la Alameda, toda con ropa de domingo. Bajaran también algunos grupos de las aldeas, mujeres enlutadas, paisanos viejos de chaleco y sombrero, niños con aire asustado, precedidos por algunos hombres con camisa azul y pistola en el cinto. Dos filas de soldados abrían un corredor desde la escalinata del ayuntamiento hasta unos camiones con remolque entoldado, como los que se usaban para transportar el ganado en la feria grande.
Pero en la alameda no había el alboroto de las ferias sino un silencio grave, de Semana Santa. La gente no se saludaba. Ni siquiera parecían reconocerse los unos a los otros. Toda la atención estaba puesta en la fachada del ayuntamiento.
Un guardia entreabrió la puerta y recorrió el gentío con la mirada. Luego abrió del todo e hizo un gesto con el brazo. De la boca oscura del edificio, escoltados por otros guardas, salieron los detenidos, iban atados de manos y pies, en silente cordada. De algunos no sabía el nombre, pero conocía todos aquellos rostros. El alcalde, el de los sindicatos, el bibliotecario del ateneo Resplandor Obrero, Charli, el vocalista de la orquesta Sol y Vida, el cantero q quien llamaban Hércules, padre de Dombodán... Y al cabo de la cordada, jorobado y feo como un sapo, el maestro.
Se escucharon algunas órdenes y gritos aislados que resonaron en la Alameda como petardos. Poco a poco, de la multitud fue saliendo un ruge-ruge que acabó imitando aquellos apodos.
«¡Traidores! ¡Criminales! ¡Rojos!»
«Grita tu también, Ramón, por lo que más quieras, ¡grita!». Mi madre llevaba agarrado del brazo a papá, como si lo sujetara con toda su fuerza para que no desfalleciera. « ¡Que vean que gritas, Ramón, que vean que gritas!»
Y entonces oí como mi padre decía «¡Traidores» con un hilo de voz. Y luego, cada vez más fuerte, «¡Criminales! ¡Rojos!» Saltó del brazo a mi madre y se acercó más a la fila de los soldados, con la mirada enfurecida cara al maestro. «¡Asesino! ¡Anarquista! ¡Comeniños!»
Ahora mamá trataba de retenerlo y le tiró de la chaqueta discretamente. Pero él estaba fuera de sí. «¡Cabrón! ¡Hijo de mala madre¡». Nunca le había escuchado llamar eso a nadie, ni siquiera al árbitro en el campo de fútbol. «Su madre no tiene la culpa, ¿eh, Moncho?, recuerda eso». Pero ahora se volvía cara a mi enloquecido y me empujaba con la mirada, los ojos llenos de lágrimas y sangre. «¡Grítale tu también, Monchiño, grítale tu también!»
Cuando los camiones arrancaron cargados de presos, yo fui uno de los niños que corrían detrás lanzando piedras. Buscaba con desesperación el rostro del maestro para llamarle traidor y criminal. Pero el convoy era ya una nube de polvo a lo lejos y yo, en el medio de la alameda, con los puños cerrados, sólo fui capaz de murmurar con rabia: «¡Sapo! ¡Tilonorrinco! ¡Iris!».





lunes, 24 de octubre de 2011

¿Por qué ciertos alumnos con un expediente académico poco brillante, o incluso con escaso expediente, triunfan en la sociedad y otros con mejores resultados no llegan tan alto?





  Howard Gardner, premio Príncipe de Asturias de Ciencias sociales, es conocido en el mundo entero por la  Teoría de las Inteligencias Múltiples. Según Gardner, habría, al menos, 9  clases de inteligencia: lingüística, lógico-matemática, corporal y cinética, visual y espacial, musical, interpersonal y la intrapersonal; posteriormente añadiría la naturalista y la existencial o filosófica. La cuestión es que en la escuela primaria y secundaria sólo se han potenciado, hasta el momento, algunas clases de estas inteligencias, como la lógico-matematica, la lingüística..., y se han dejado de lado otras muy importantes como la interpersonal o la intrapersonal.

  Cada ser humano tendría como mínimo 9 habilidades cognoscitivas. Estas inteligencias trabajarían juntas, aunque como entidades semiautónomas. Cada persona desarrollaría unas más que otras, dependiendo de la cultura, la filosofía educativa vigente y, cómo no, de los propios genes, pues éstos algo tienen que decir también.

  Poseer un brillante expediente académico no lo es todo; algunos hombres y mujeres con calificaciones extraordinarias son incapaces de hacer una elección correcta de amistades. En cambio, hay otros individuos que con un nivel académico menor llegan a triunfar, por ejemplo, en los negocios o en su vida personal. Y claro, todo esto nos hace reflexionar profundamente.

  Hasta hace muy poco tiempo se pensaba que la inteligencia era algo innato e inamovible: se nacía inteligente o no. Ahora, con el trabajo de Gardner, se ha descubierto que esto no es exactamente así. Afortunadamente, a través de la educación sí que se puede potenciar la inteligencia. Ésta es algo mucho más amplio de lo que nos habían dicho hasta ahora; realmente es una combinación de factores tanto endógenos como exógenos. 

  El sistema educativo debería empezar a impulsar los otros tipos de inteligencia, aunque esto, tal y como está planteado el sistema actual, sea todavía utópico.

  El que una persona con pocos estudios reglados llegue a ocupar un puesto elevado en la sociedad nos podría sugerir, entre otros factores, que domina en mayor o menor medida esos otros tipos de inteligencia a los que se ha aludido anteriormente. 

  Y es que no vale sólo con poseer un deslumbrante expediente académico: otras clases de inteligencia, que se trabajan poco o nada en la escuela (primaria, secundaria), tienen una enorme influencia en la consecución de ciertos objetivos profesionales, personales y sociales.


  Además de la Teoría de las Inteligencias Múltiples, también nos encontramos con la Teoría Triárquica de la Inteligencia, de Robert J. Sternberg. En ésta se pueden distinguir las siguientes habilidades cognoscitivas:


1) Inteligencia componencial-analítica: la habilidad para planificar, ejecutar y el logro del conocimiento.

2) Inteligencia experiencial-creativa: habilidad fundada en la experiencia para tratamiento de la novedad y la automatización de procesos.

3) Inteligencia contextual-práctica: relacionada con la conducta adaptativa al mundo real.




 Por otra parte, una de las personas que más duramente ha criticado los test clásicos  que se realizan a escolares para medir su inteligencia ha sido el estadounidense  Stephen Jay Gould (paleontólogobiólogo evolutivohistoriador de la ciencia y divulgador científico),  ya que sostiene que la inteligencia es difícilmente mensurable.


Para saber más:

LIBROS - INTELIGENCIAS MULTIPLES: LA TEORIA EN LA PRACTICA

domingo, 23 de octubre de 2011

Grandes pedagogos: María Montessori (1870-1952)


Maria Montessori

María Montessori fue una pedagoga  italiana (también estudió ingeniería, biología, antropología, medicina  y se doctoró en filosofía) que renovó la enseñanza, ideando un método educativo que lleva su nombre: el método Montessori.
Creado en un primer momento para niños de la etapa de preescolar (hoy Educación Infantil), se extendió pronto a la Educación Primaria y a otros niveles educativos y ámbitos de la sociedad.
El método Montessori se basa en potenciar la iniciativa y la capacidad de respuesta del niño/a mediante la utilización de un material didáctico específico. También fomenta la máxima libertad posible, haciendo que el alumno/a aprenda por sí mismo, a su propio ritmo, desarrollando su autonomía.
Se trata de poner el acento en la actividad dirigida por el niño/a, con la observación clínica del profesor/a. Dicha observación tiene la intención de adaptar el entorno de aprendizaje del niño a su nivel de desarrollo.
María Montessori colocó al niño como auténtico protagonista de todo el proceso educativo.

Datos curiosos:

-Fue la primera mujer médico en Italia, graduándose en 1896.
-Su padre, que era militar, siempre se mostró reticente a que cursase ciertos estudios. En esa época (finales del siglo XIX), dentro de la familia burguesa católica a la que pertenecía, lo máximo a lo que podía aspirar una mujer era a ser maestra (afortunadamente hoy en día  ha cambiado todo esto considerablemente, ya que para ser maestro/a hay que cursar estudios de grado: 4 años en la universidad, igual que para realizar psicología, historia, filología, filosofía, etc.).
-Fue nominada tres veces al premio Nobel de la Paz, por haber profundizado en temas educativos relacionados con la Paz.
             


Para saber más (en inglés):

http://www.webster.edu/~woolflm/montessori2.html

viernes, 21 de octubre de 2011

Film para las aulas: "Billy Elliot"

Una película con la que se puede trabajar todo lo relacionado con el triunfo de la perseverancia, el tesón y el esfuerzo.
El protagonista, que lucha contra los estereotipos y prejuicios del pueblo en el que vive, quiere ser bailarín de ballet profesional.

Algunas sugerencias didácticas:

1)¿Cómo logra el protagonista conseguir lo que se propone?
2)Analizar la importancia de la educación y lo educativo en la película.
3)Expresar los cambios que se van produciendo en los personajes a lo largo de la película.

Un film extraordinario desde el punto de vista cinematográfico y también desde el educativo.
Para Educación Primaria, Secundaria, Educación de Adultos, etc.




Billy Elliot. Quiero bailar. Billy Elliot
Dirección: Stephen Daldry.
Reino Unido. 2000. 110 min.
Intérpretes: Julie Walters (Sra. Wilkinson, profesora de danza), Jamie Bell (Billy Elliot), Jamie Draven (Tony Elliot), Gary Lewis (padre, Jackie Elliot), Jean Heywood (abuela), Stuart Wells (Michael), Mike Elliot (George Watson), Janine Birkett (madre de Elliot), Nicola Blackwell (Debbie Wilkinson).
Guión: Lee Hall.
Producción: Greg Berman y Jonathan Finn.
Música: Stephen Warbeck.
Fotografía: Brian Tufano.

http://www.youtube.com/watch?v=4pMDXMiVNsY

Una viñeta para meditar profundamente sobre la educación. ¿Qué opinas?

jueves, 20 de octubre de 2011

Didáctica de las matemáticas: "Matemáticas de la vida misma" de Fernando Corbalán.

Éste es un libro ciertamente interesante, por cuanto trata las matemáticas desde el punto de vista del día a día.
Las matemáticas son apreciadas por la sociedad como algo importante, las complicaciones aparecen cuando hay que precisar en qué y para qué. Matemáticas de la vida misma se ocupa de las funciones de los números en nuestra vida; del largo camino recorrido hasta conseguir la rapidez de cálculo actual; de las formas que nos rodean y de las matemáticas de la comunicación. Se proponen, además, rutas matemáticas diversas, físicas y mentales, incluyendo una parte dedicada a la incertidumbre y su tratamiento. También se proponen algunos retos para intentar que el recorrido sea participativo (con respuestas al final para las cuestiones planteadas).
Recomendado para Profesores de Primaria (3er ciclo) y  Profesores de Secundaria (ESO y Bachillerato).